Un asado argentino no se explica solo por la carne y el fuego: es un ritual. El carbón encendido, el aroma que empieza a perfumar todo a su alrededor y la mesa que se arma mientras la espera se acerca su fin. Y en esa mesa siempre hay lugar para dos clásicos: el chimichurri y la salsa criolla. Pueden aparecer en una botella reciclada, un frasco de mermelada o un bowl improvisado. Lo importante es que estén ahí.
El chimi es intenso, herbáceo y con un toque ácido; la criolla es fresca, crocante y llena de color. Los dos tienen historias distintas: uno viajó en recetas de inmigrantes, el otro se armó a pura creatividad local. Pero comparten un mismo destino: ser el primer paso antes de arrancar con la carne.
Del chimi se dicen mil cosas: que viene del tximitxurri vasco (“mezcla sin orden”), que lo inventó un tal James McCurry intentando replicar la salsa Worcestershire, que los gauchos lo armaban con hierbas y vinagre para darle sabor a la carne… Lo cierto es que hoy se prepara con ajo, perejil, orégano, vinagre, aceite y algún toque personal que cada casa defiende como secreto de familia.
La criolla, en cambio, es otra historia. Más fresca, más dulce y con el crocancia de la cebolla y el morrón. Hay quienes la hacen con cebolla blanca, quienes le ponen morada, quienes suman perejil o verdeo. Algunos le dan crédito a una de las hijas de Manuela Gorriti, otros a Doña Petrona y sus recetas con ají picante, y hay quienes juran que llegó con los inmigrantes italianos como una versión minimalista de ensalada para acompañar la carne.
Más allá de los orígenes, hay algo que no se discute: en la parrilla argentina no se concibe el asado sin al menos una de estas dos salsas.
En La Cabrera, las salsas no son un extra: son una declaración. Tanto el chimichurri como la criolla tienen historia, identidad y un toque distintivo. La criolla, por ejemplo, nace de un recuerdo familiar del abuelo de Gastón Riveira, —chef y dueño del restaurante— que solía hacer una mezcla poco convencional de morrón, cebolla y tomate licuados, que servía desde un sifón. Hoy, esa tradición se resignifica en su cocina, sumando un ingrediente inesperado: manzana verde, que aporta frescura y equilibra la grasa de los cortes más jugosos.
“Nosotros consideramos que al emulsionarla o al procesarla lo que logramos es un mejor sabor, una buena intensidad que no la vas a lograr cortada a cuchillo”, explica Riveira.
La clave, además, está en cómo la trabajan: no se sirve picada a cuchillo, sino emulsionada. Así, gana textura y una intensidad que sorprende.
El chimichurri también tiene su impronta: se prepara con una combinación de ingredientes frescos y secos, pimentón ahumado, ajo, perejil, ají molido y otras especias que construyen un perfil bien tradicional pero con carácter y un color rojizo bien marcado a la vista.
En La Cabrera no hay una salsa ganadora, hay bandos bien marcados y platos que se adaptan a cada elección. Aunque si hay que jugársela, el ojo de bife, la entraña y el tomahawk son el trío ideal para ponerlas a prueba.
La Choza, es de esos lugares donde todo suma, una auténtica parrilla como las de antes. Dónde toman valor la calidez de su gente, el ambiente familiar y el sabor en cada plato. Entre sus secretos mejor guardados están las salsas, que se ganaron un lugar en el corazón de muchos comensales.
La criolla, de base clásica, tiene un giro particular: le agregan pimienta negra en granos, que aporta un picor sutil pero persistente. Esa nota se mezcla con la frescura de las verduras cortadas y convierte a la salsa en una favorita indiscutida. El chimichurri, por su parte, no se queda atrás. De color rojizo intenso, combina hierbas y especias con la dosis justa de picante, invitando a jugar con la cantidad, según el coraje de cada uno.
Los cortes elegidos para acompañarlas son un clásico del lugar: entraña, la parrillada completa y, cómo no, el matrimonio con un buen pan. Ahí es donde la dupla chimi-criolla despliega todo su potencial.
Un rincón palermitano que combina dos pasiones bien argentinas: el fútbol y la carne. En Doña Tota no hace falta elegir equipo, porque todos los fanáticos de Diego Maradona, Lionel Messi y el buen comer se sienten en casa. La decoración lo dice todo: camisetas históricas, fotos, ilustraciones, imitaciones de copas del mundo y una vitrina llena de joyitas que conviven con los clásicos pingüinos de vino, elevados casi a obras de arte.
Como buen bodegón moderno, acá saben que las salsas son protagonistas y por eso llegan a la mesa incluso antes de los platos. La criolla se mantiene fiel a lo que funciona: morrón rojo y verde, cebolla y una mezcla justa que hace presente el vinagre sin incomodar al paladar. Con las verduras cortadas bien chiquitas, aunque desparejas, logra un equilibrio “perfecto en lo imperfecto”. Tanto, que muchos la prefieren incluso para coronar las papas fritas antes que la provenzal.
El chimichurri tiene lo suyo: un ají molido intenso que le da ese rojo vibrante capaz de levantar cualquier corte de carne que pase por la mesa. Y como suele suceder, la magia está en la mezcla de ambas.
La argentinidad se respira en cada detalle y el menú acompaña con generosidad: la provoleta y el asado banderita son los preferidos para dejar que las salsas hagan de las suyas y conviertan cada bocado en un momento perfecto.
Un bodegón escondido a la vista de todos, con carteles de “cerrado” que parecen querer espantar al curioso, pero que en realidad guardan uno de los rincones parrilleros más auténticos de Palermo. La pasión por Racing se respira en cada rincón de El Secretito. Camisetas firmadas, fotos y decoración celeste y blanca que lo vuelven un templo para los hinchas.
En la mesa, las salsas llegan en vasitos de vidrio, distintos al clásico frasco de bodegón. La criolla sorprende con morrón amarillo —un detalle que pocos se animan a sumar— y que le da un frescor especial, servida más fría de lo habitual y con un jugo irresistible de aceite y vinagre que pide un pancito para no dejar nada. El chimichurri cumple con creces: especiado, sabroso y equilibrado, de esos que invitan a terminar la porción completa.
Los cortes también son protagonistas, en especial el vacío mantecoso, tan tierno que se come con tenedor, y un costillar de hueso ancho que no perdona.