martes, 1 julio, 2025
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Aprender exige entrenamiento

A veces me asombra la preocupación de los adultos por facilitar el aprendizaje de los niños o de los jóvenes, por guiarlos hasta el último paso en el descubrimiento de un nuevo conocimiento, sin dejarles la satisfacción de que ellos revelen el sello personal de un artista, ciertos tics o guiños al contemplador. La curiosidad es mucho más insaciable, despierta mucha más ansiedad que lo imaginado. Quizá los mayores se hayan olvidado de esas etapas de su propio aprendizaje, de la satisfacción que les daba encontrar su propio camino en el mundo de un pintor o en un teorema, poder poner las iniciales victoriosas LQD (luego queda demostrado) al final de la demostración. El interés va sorteando las dificultades, introduciendo la claridad en los enigmas, en los misterios. Desde ya hace un tiempo bastante largo se habla de la pérdida del aura en las obras de arte por la existencia de la reproductibilidad que elimina las novedades. Sin embargo, uno hubiera esperado en 1950 que un chico se sorprendiera por ver las obras de Leonardo, como La última cena. Con temor, porque estaba a punto de deshacerse.

Recuerdo la sorpresa que me produjo ver por primera vez en 1950 los desnudos de Tiziano en Venecia. No estaba habituado a frecuentar los museos. Me sorprendieron varias cosas. Nunca había apreciado una obra original de Tiziano en mi vida, ni siquiera sabía qué era eso, pero tampoco había visto un desnudo con tanta facilidad, sin que nadie censurara lo que tenía enfrente ni el tiempo que me tomaba. En el museo estaba permitido hacer lo que no se podía en las aulas del colegio, en la casa. En esa época, la publicidad era mucho más tímida, el cine aún más. Nadie me reprochaba que me quedara mirando largo rato la representación de esos cuerpos que, más aún, estaban haciendo el amor. Ni siquiera podía poner en palabras con fluidez todo lo que veía. Pero esos chicos europeos sí sabían, si habían visto, lo que los argentinos no habíamos visto. ¿Qué hacía un chico en un museo europeo? Hoy es de lo más común, pero en 1950… No recuerdo. Tenía la impresión de que era el único chico en ese lugar. Debo de haber sido uno de los pocos bambini que todavía experimentaron algún aura.

Todo lo que pasó, todo lo que vi sin que nadie me censurara en el museo; no solo la desnudez, también la violencia en los cuadros. La crueldad estaba mucho menos prohibida que el sexo. Todos la habían visto y sufrido todos los días. De cualquier modo, era ver demasiado por primera vez. Vaya si había aura en 1950 para un niño. No había colas interminables para ver a la Gioconda. Mucho menos para un argentino. Conocía y comía latas de la Gioconda. Era algo casi obsceno porque la pobreza de los niños de posguerra en el sur de Italia intimidaba. Pero sobraban o faltaban palabras para decir aquello a los niños con hambre. Que un niño sobrealimentado entrara en un museo o caminara por las calles de Europa era casi ofensivo, pero yo no podía darme cuenta del todo.

Que aprender sea fácil, entretenido, hoy parece ser casi obligatorio. Pero aprender no puede ser siempre “divertido”. Un docente o un autor de libros para el colegio se las debe ingeniar para que sus libros compitan ya no solo con la televisión, con el cine, sino también con internet, con las redes sociales, ¿pero hasta qué punto? Lo que se enseñe debe también enseñar a superar cierta dificultad. Debe ofrecer cierto esfuerzo. Eso también se aprende y exige entrenamiento, como el deporte. Si todo es demasiado fluido, hay algo falso en esa enseñanza. En algún punto es necesario que las materias presenten resistencia, que sea necesario asimilarlas. Eso significa estudio e investigación; es decir, ir más allá de lo que se exige, no poner un límite a lo que por su naturaleza no lo tiene. Todo investigador de verdad termina por ser un autodidacta.


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