miércoles, 4 junio, 2025
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Votar y no decidir: apatía, ausentismo y crisis de la democracia capitalista

Habitando entre las llamas de una inmensa revolución, un ruso que se asignó el nombre de Lenin, escribió en 1917 que el régimen democrático es “la envoltura más dulce de la dictadura del capital”. Forma política destinada a contener la dominación social de una minoría propietaria, la democracia capitalista asienta su fundamento retórico en la “voluntad popular”. Oficia, sin embargo, como su negación más ambigua. En Argentina, la Constitución reza que “el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”. El texto no solo arrebata el derecho a la gestión de los asuntos comunes; se roba, incluso, la posibilidad de debatirlos.

Ese hiato entre voluntad popular y administración de las cosas se plasmó hace dos siglos y medio en la Constitución norteamericana, modelo originario de la Carta Magna local. Ranciere describía aquel texto fundacional como condensación del respeto a dos valores: el gobierno de los mejores y la defensa del orden de la propiedad.

Graficado en encuestas, estudios y resultados electorales, el llamado “malestar con la democracia” hunde sus raíces en ese abismo entre sufragio y decisión: se vota pero no se decide; se elige pero no se gestiona. Amarga cobertura, más que dulce envoltorio; orden político de un mundo donde la riqueza se oligopoliza y la pobreza se masifica. Potenciada por la larga crisis del ciclo neoliberal, en esa realidad afincan raíces los fenómenos aberrantes de la ultraderecha internacional; también las rebeliones populares.

La crisis de la razón democrática

La “democracia de la derrota” (Horowicz) emergió como herencia de un régimen económico y social moldeado entre desapariciones y torturas. Raúl Alfonsín, símbolo personalizado de esa transición, delimitó discursivamente el programa del nuevo régimen: comer, curarse y educarse. Democracia de derechos básicos y contornos marcados; edificada bajo una premisa que Andrés Rivera hizo título: la revolución es un sueño eterno.

Aquella joven democracia capitalista se estrelló contra sus límites de clase. Decretando la “economía de guerra”, Alfonsín y su ministro Sourrouille destrozaron la promesa del “comer”. La Obediencia Debida y el Punto Final cercenaron el castigo judicial y político a ejecutores y cómplices del régimen genocida. La hiperinflación enterró otro sueño: el de la estabilidad económica. La razón democrática naufragó en pocos años. Menem corporizó esa crisis: privatizaciones, corrupción, Ferrari, champán. Frivolidad y apatía política.

Pero aquella democracia degradada despertó un día entre las llamas que invadían los edificios del poder político santiagueño. A ese diciembre caliente le siguió, enseguida, un frío neuquino poblado de piquetes y rebeliones. Otra razón democrática, incipiente, construida desde abajo, dijo presente en calles y rutas. Emergió en el fragor del combate social a las calamitosas consecuencias del ajuste. El malestar melancólico se hizo bronca organizada.

Diciembre de 2001 constituyó el hecho más democrático de la historia reciente: una potente rebelión popular resolvió aquello que las instituciones de la democracia capitalista no resolvían. En las calles, el pueblo deliberó, decidió y realizó. Desalojando del poder a De la Rúa, Buenos Aires habló en nombre de todo el país. O, para ser más precisos, de todo el abajo nacional. El arriba, en shock, corrió a restaurar la derruidas instituciones de su democracia: Duhalde, futuro responsable político de la Masacre de Avellaneda, concentró esa asustada decisión del poder.

El “Estado presente” -del que ahora se autocritica Cristina Kirchner– nació en esa rebelión. Fue la respuesta política del arriba al poder constituyente que se insinuaba desde abajo. La democracia capitalista asumió la agenda discursiva de la “ampliación de derechos”. Se hizo posneoliberal en las palabras mientras dejaba prácticamente intacta la herencia económica y social de los años menemistas. Su legitimidad brotó de ese relato y se hizo sostenible mientras la economía acompañó. Se erosionó -y se sigue erosionando- al calor de una crisis duradera, que abarca al mundo desde 2008, fecha en la cuál el neoliberalismo se estrelló contra sus propios límites.

Pero fue esta “democracia” la que negó -a balazos limpios- el derecho a tierra y vivienda a miles de familias pobres en el Parque Indoamericano y en Guernica. La que negó -a palazos, golpes y gases- el derecho a reclamar a infinidad de sectores obreros. Es la que aceptó y acepta -mansa o haciendo berrinche- ese constante saqueo de la la riqueza nacional que ejecuta el gran empresariado, tras “levantarla” en pala. Confirmando su esencia de clase, el Estado democrático se mostró indolente frente al poder del capital y brutal frente al reclamo obrero y popular.

Desde 2018, la democracia capitalista local volvió a estar condicionada por el FMI: las decisiones fundamentales de la vida nacional se toman en Washington. Variaron los nombres de la subordinación: Cambiemos, Frente de Todos, La Libertad Avanza. Cambiaron funcionarios y discursos; persiste el sometimiento.

De “representantes” y “representados”

Si Alfonsín ofició como símbolo de la esperanza democrática, Milei sintetiza la decepción y la desesperanza en las virtudes de ese régimen. Condensando la crisis de representación, el presidente derechista es también su continuidad, expresión directa del hundimiento del sistema bi-coalicional que siguió a otro hundimiento, el del bipartidismo.

Atacando a “la casta”, Milei debate -a su manera y desde la derecha- la crisis actual de la democracia representativa. En nombre del “mercado”, propone menos política y más gestión. Reaccionaria, la resultante es un sistema aún más funcional a los intereses del capital más concentrado. Una “democracia” blindada, además, con un aparato represivo siempre presente.

La “casta” conforma el ejército de funcionarios políticos que administra y dirige el Estado en interés del gran empresariado. Complemento necesario del aparato represivo que -más allá de la “banda de hombres armados al servicio del capital” (Engels)- se ramifica en un complejo sistema de normas, leyes y dispositivos carcelarios destinados a garantizar el “orden de la propiedad”.

Pero el Estado es, al mismo tiempo, un aparato de registro, control y regulación que actúa sobre vastas áreas de la sociedad. Labores esenciales, ejercidas por cientos de miles o millones de trabajadoras y trabajadores estatales. Garantes, ellas y ellos, del funcionamiento de escuelas, hospitales, ministerios, municipalidades y un sinfín de cuestiones más. Cargar ahí la “crisis del Estado” -como hizo Cristina Kirchner– equivale a la (auto) indulgencia hacia gobiernos y funcionarios políticos.

Engranaje fundamental de la estructura social, en ese “vasto aparato de registro y contabilidad” (Lenin) anida el germen de un nuevo tipo de organización estatal, donde el poder sea realmente ejercido por las mayorías trabajadoras y populares, superando toda distancia estructural entre representantes y representados.

Ese camino supone por lo menos dos condiciones esenciales. La primera, separar el poder político del poder económico, hoy en manos del gran capital. La segunda, crear las condiciones sociales, políticas e institucionales para que las mayorías trabajadores y populares puedan ejercer efectivamente la dirección y administración del conjunto de la sociedad.

Lo primero requiere, necesariamente, expropiar al gran capital, transformando el conjunto de los medios de producción económica en propiedad pública, estatal y colectiva. Emancipar a la sociedad de la gran propiedad privada es requisito esencial para direccionar recursos y posibilidades en interés del pueblo trabajador.

Lo segundo requiere edificar un Estado de nuevo tipo (Gramsci), donde la razón democrática surja desde abajo, desde cada lugar de trabajo, de estudio o desde cada barriada. Un poder obrero y popular que se conforme en base a la participación activa y consciente de la mayoría de la población trabajadora. Donde todos y todas sean, a la vez, representantes y representados. Ese tipo de Estado solo puede surgir de la movilización y transformación revolucionaria del orden existente.

Hace tres décadas, el intelectual trotskista Ernest Mandel delineaba una condición esencial para que el funcionamiento de esta “nueva estatalidad”: “Para asumir las tareas necesarias para la administración de los ‘asuntos generales de la sociedad’ (…) se requiere como premisa principal de una severa reducción de la jornada diaria (o semanal) de trabajo”. La premisa resulta lógica. La creciente precarización de la vida, el pluriempleo, la sobreexplotación conspiran contra la participación política. La apatía y el ausentismo electoral hallan ahí parte de sus razones.

La “crisis de la democracia” llegó para quedarse. Anuda sus raíces a la decadencia de un sistema indisociable de la explotación, la opresión y la desigualdad social. Los caminos para dejarla atrás conducen más allá de las fronteras capitalistas.

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