sábado, 22 febrero, 2025
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Abrir restaurantes y apagar incendios: la historia del empresario gastronómico que es bombero voluntario

La de Matías McLurg es la vida de muchos de su generación. Empresario pyme, pasa muchas horas yendo de su oficina a sus negocios, y también mucho tiempo dedica a la crianza de sus tres hijos de 7, 4 y 2 años. Pero tiene una característica, bastante atípica y poco habitual en su rubro, que es el gastronómico: Matías lidia con los fuegos, pero no solo en la cocina. También es bombero.

Atiende a Clarín un viernes a la mañana y anticipa que esa noche no duerme en casa: le toca la guardia en el cuartel de Bomberos Voluntarios de Avellaneda, el N° 4 del país.

“La idea de los bomberos se desarrolló en el sur de la Capital y por eso el de La Boca es el N° 1”, cuenta para entender por qué el de Avellaneda, fundado en 1897, es históricamente importante.

Y, también, operativamente importante: “Tenemos dos de los estadios más grandes del país, el río, la autopista, cubrimos un servicio de emergencia indispensable y somos todos voluntarios”.

“Yo tengo dos profesiones. Una que paga las cuentas, que es el empresario que trato de ser. Por la otra, ser bombero, no recibo ningún tipo de retribución porque el 95% de los bomberos en Argentina somos voluntarios”, enfatiza.

Los sabores de la infancia

Mclurg nació hace 41 años en Francia, hijo de una madre argentina exiliada durante la dictadura y de un padre escocés. En casa mamá le hablaba en español, papá le hablaba en inglés, y en la escuela y con los chicos del barrio jugaba a la pelota en francés. Y en el barrio, también, empezó a comer algo más que las milanesas que su mamá le hacía en casa.

“Vivía en un edificio muy alto en el barrio chino en las afueras de París, que en realidad no es chino sino integrado por descendientes de la colonia francesa de Indochina: Vietnam, Camboya… Viví en ese barrio rodeado de asiáticos, bajaba al kiosco y comía comida vietnamita”, recuerda.

Matías McLurg nació en Francia y allí conoció la comida asiática. Foto Guillermo Rodríguez Adami

Esos sabores fueron forjando su paladar y ese ida y vuelta con Argentina, donde venía a pasar vacaciones familiares en Córdoba, lo trajo a estas tierras. Se quedó, se graduó en Derecho, trabajó como abogado, y en perfecto porteño cuenta que hubo un momento en que tuvo una crisis existencial: “Me sentía muy poco realizado en mi profesión. Y se presentó con un socio la oportunidad de abrir un negocio gastronómico”.

Esos sabores de la infancia fueron clave y Matías eligió poner un restaurante donde pudiera comer lo que le gustaba, lo mismo que compartía con sus amigos asiáticos. Así en 2016 nació Saigón, un noodle bar en uno de los vértices del Mercado de San Telmo que empezaba a transformarse en un mercado gourmet.

“No fuimos, ni somos ni vamos a ser nunca pioneros de nada”, se apura en aclarar, antes de explicar que allí hicieron “una apropiación cultural cruzada” y reconoce como precursor local de la comida vietnamita al desaparecido Green Bamboo.

Era un momento en que la cocina asiática estaba emergiendo, el sushi se estaba instalando, había habido un pequeño boom turístico al Sudeste asiático y “el paladar porteño estaba atravesando una revolución muy grande queriendo salir de la cárcel triangular pizza-empanada-pasta y del dominio de la harina de trigo”.

“Me crié convencido de que nunca iba a hacer nada en mi vida vinculado al mundo de los negocios: mi viejo trabajaba en la UNESCO y mi mamá, psicóloga. Pero me encontré con que de repente abrimos un restaurante que funcionaba bastante bien. Me enfrenté a un ecosistema y a un lenguaje nuevo, y la curva de aprendizaje fue muy grande para mí”, explica Mclurg, quien se propuso hacer el aprendizaje necesario para pasar de comerciante a empresario (“implica desarrollar una visión estratégica de mediano y largo plazo”).

Mclurg (a la izquierda) en Saigón, en una foto de 2017, poco después de la apertura. Foto Emmanuel Fernández / Archivo

Hizo primero un curso de dirección de Pymes en el IAE y ahora es clave para él su participación en los grupos de la ONG Adiras, “son pequeños grupos conformados por entre 5 y 6 dueños de pymes que nos reunimos una vez al mes para presentar desafíos y lo que uno necesite, en un proceso de conversación y de confrontar ideas”. “Los emprendedores somos muy ágiles con la operación, pero nos falta pensar en cómo crecer y financiarnos”, explica.

Aprendió que en el éxito de cualquier negocio influye el timing, “que el mercado esté lo suficientemente maduro para recibir un producto”, y obviamente que ese producto sea bueno. Allí cree que estuvo las razones del éxito de Saigón y allí está la apuesta de sus dos nuevos emprendimientos. Uno de ello es Impulso, una micro cafetería de especialidad en Villa Ortuzar “en la que queremos vender un muy buen café que ayude a impulsar en esta ciudad desafiante y compleja en la que siempre vivimos atrasados, apurados y comprometidos”.

El otro lo llevó de vuelta a su adolescencia y a los sándwiches que comía en la calle en el barrio: los bánh mí. “Bánh mí quiere decir entre panes. El vietnamita es un pueblo extraordinario, de gran historia y tradición. Son resilientes y resistentes, y tomaron lo único bueno que les podía dejar la colonia francesa, su tradición gastronómica, y la mezclaron con la suya”, explica.

El empresario en su nuevo restaurante, donde hacen los sándwiches que comía de adolescente. Foto Guillermo Rodríguez Adami

El bánh mí entonces es una baguette francesa que cortaron al medio, la untaron con manteca (“también la trajeron los franceses, porque antes no tenían heladeras») y la rellenaron con carne marinada, cerdo laqueado, y mil rellenos más. «En todos se repite el pickle de zanahoria y nabo, el cilantro y el pepino. Es híper popular, se come en cada esquina de Vietnam, es fácil de comer y económico.”, describe Mclurg.

«Es el producto estrella de la street food vietnamita, y existe en muchas ciudades como Berlín, Sydney, Nueva York, donde hubo inmigración. En los últimos años se volvió un fenómeno”, dice del sandwich que en sus características y potencial de expansión equipara a la hamburguesa.

Con esa idea, con su socio Nicolás Sánchez–el creador de Deniro y Molina– abrió hace un mes Bánh Mí Company, un sandwichería de bánh mí en la zona de Facultad de Medicina: “Queremos divulgar y democratizar la comida vietnamita, que es rica, sana, para un consumo rápido y de un precio razonable”.

Moverse por una misión

Para él, en cualquier proyecto, “hay que desarrollar un propósito y que toda la organización lo entienda. La rentabilidad es el resultado necesario de ese propósito, no necesariamente hacer plata”. Y ahí vuelve a su “segunda profesión”, la que lo hace calzarse el traje ignífugo y el casco y salir a pelear con lo que sea.

En acción. McLurg (a la izquierda) trabajando con un compañero del cuartel de Avellaneda para apagar el incendio de un depósito de transformadores eléctricos, hace cuatro meses.

“De chiquito, siempre tuve una fascinación muy grande con los bomberos. Pero hace poco más de diez años, cuando trabajaba todavía como abogado, un día estaba haciendo un trámite en el Polo Judicial de Avellaneda y no recuerdo por qué una fuerza me llevó a ir al cuartel y a preguntar qué había que hacer para ingresar”.

Ser bombero, aclara, “no sólo es una profesión, sino ante todo una vocación”. Tanto, que se mudó con su familia a Avellaneda para estar cerca del cuartel. Cuenta que ahí la sirena no suena, porque el cuartel está en una zona muy poblada, pero que tienen una radio en la que una alarma les avisa cuando tienen que salir.

“Con la empresa, los chicos, mi esposa, no tengo tiempo para nada y a veces me me pregunto para qué sigo siendo bombero. Pero cuando estoy arriba del camión, desplazándome a una emergencia, es impagable: nada me hace sentir como en ese momento. Vivimos tiempos donde la gente no tiene claro cuál es su propósito, bueno, yo sé por qué estoy acá, qué quiero hacer para mí, mi familia y mi comunidad. Mi misión es ir, apagar el fuego, y salvar vidas. La misión nos mueve solos”, enfatiza.

Y teoriza: “Hacer una actividad sin esperar nada a cambio es muy gratificante. Siempre estamos negociando: con nuestros hijos, para que nos devuelvan amor; con nuestros empleadores, para que nos den más reconocimiento. Siempre estamos necesitando recursos tangibles e intangibles. Y acá es, realmente, un acto de entrega. Si querés devolveme una mirada, pero no espero nada de vos, simplemente que puedas seguir existiendo”.

En casi diez años como bombero, recuerda un rescate muy difícil desde lo emocional y lo técnico, una pareja arrollada por el tren, que lograron sacar viva pero ambos fallecieron en el hospital. Y dice que le deja una huella muy marcada cada vez que entra a una casa (“Lo que se llama forzar puerta”, explica en la jerga) y hay un adulto mayor. “Mucha gente transita ese ciclo de su vida en una soledad muy profunda. Y ser testigo de esa soledad es un poco doloroso”, afirma.

También dice que los llamados para el rescate de gatitos no son un mito, y cuenta una de las anécdotas más recientes.

“El 24 de diciembre a la noche acostamos a los chicos temprano porque para ellos Papá Noel pasa a la madrugada. A las 22.30 estábamos con mi esposa durmiendo, cuando a las 23 salta la alarma. Salimos volando con la dotación, era una persona caída al río, me tiro al Riachuelo y resulta que por suerte no. Estábamos volviendo al cuartel cuando nos llaman por un incendio en Villa Tranquila. Terminamos el trabajo y nos agarran las 12. Y los vecinos nos dicen ‘Bomberos, mejor entren a casa’. Se dio una situación surreal, todos vestidos adentro, celebrando con ellos, compartiendo sidra, budines, empanadas. Nos fuimos caminando de la intervención con las manos llenas”, cuenta Matías, y deja entender que no sólo eran las manos lo que llenaron esos vecinos sino el alma por la gratitud de reconocer el trabajo de sus bomberos.

AS

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